Rafael Correa, el claro favorito para ganar las elecciones del 17 de febrero en Ecuador, es un hombre de puño izquierdo alzado al que le gustan las canciones revolucionarias latinoamericanas, pero que ha demostrado pragmatismo al frente del Gobierno por seis años y capacidad para consolidar su poder.
Correa, de 49 años, surgió de la nada en 2006, un exprofesor universitario educado en Bélgica y Estados Unidos que había sido ministro de Economía durante poco más de tres meses.
Concurrió a las elecciones como la voz fresca y el hombre de fuera del sistema político, aupado por una amalgama de grupos indígenas y de izquierda.
Seis años después se ha convertido en un rostro ineludible en Ecuador, por la ubicua publicidad oficial, por su capacidad para determinar la agenda política del país y por una presencia incesante en los medios de comunicación que podría sorprender en una persona que los critica tanto.
Por el camino se quedaron las principales organizaciones indígenas y una parte de la izquierda, desencantados por su entusiasmo por las explotaciones petroleras y mineras.
Al mismo tiempo, ha logrado ampliar su base de apoyo a una parte del electorado de centro, lo que explica su alto nivel de popularidad durante todo su mandato, según los expertos.
Aficionado a ir en bicicleta, que en la campaña ha usado para dar una imagen de cercanía al pueblo, y a ver partidos de su equipo de fútbol, Emelec, Correa está casado con la belga Anne Malherbe y tiene tres hijos.
Nació en la ciudad costera de Guayaquil el 6 de abril de 1963, se educó en escuelas católicas y fue voluntario durante un año en una comunidad indígena de la sierra andina, lo que marcó su orientación política dentro de un izquierdismo cristiano.
Adicto al trabajo, Correa ha dedicado sus sábados por la mañana durante seis años a informar de sus «labores» durante la semana, al estilo de las intervenciones televisivas de Hugo Chávez antes de caer enfermo, en un intento de dirigirse al pueblo sin el intermedio de la prensa.
Los medios han sido precisamente el objetivo predilecto de sus dardos, a los que ha dedicado apelativos como «prensa corrupta», «sicarios de tinta» y «mentirosos».
En esos programas ha demostrado toda su capacidad para la ironía y el sarcasmo contra sus rivales, así como su afición para acuñar epítetos para ridiculizar, como «izquierda infantil», para sus antiguos aliados de esa tendencia, las «coloraditas», para presentadoras de televisión críticas con su gobierno, y «boboaperturistas» para los proponentes del libre comercio.
Frente a la prensa privada, Correa ha establecido un emporio de medios de comunicación en manos públicas, que incluye varios canales de televisión y periódicos, que según la oposición funcionan como su mero altavoz.
Además, Correa ha cimentado su popularidad mediante un aumento del gasto y la inversión pública, en carreteras, salud y educación, así como subidas del salario mínimo y de una ayuda económica para los más pobres que reciben cerca de 2 millones de personas, un 13 % de la población.
Ha financiado la expansión del Estado gracias a los altos precios del petróleo, a una recaudación tributaria récord y a préstamos de China y de organismos multilaterales, puesto que Ecuador no ha intentado volver a los mercados internacionales tras una suspensión de pagos parcial en 2008.
Otro de sus logros ha sido mantenerse en el poder por seis años mientras que en la década anterior a su llegada fueron derrocados cuatro presidentes en medio de una gran inestabilidad política.
La mayor amenaza la sufrió en septiembre de 2011, cuando un grupo de policías y algunos militares se amotinaron por un cambio en su remuneración.
Tras ese episodio, Correa ha afianzado su posición, con victorias en los tribunales contra voces críticas y contra la prensa, a la que ha definido como su principal enemigo.
La oposición le acusa de amasar un poder excesivo, al supuestamente colocar a personas afines en otras funciones del Estado, en particular en el sistema judicial.
Esas críticas no han amilanado a Correa, que en la campaña ha prometido radicalizar su «revolución ciudadana» con un cambio en las estructuras «burguesas» de poder.
Se trata de una declaración apropiada para un hombre que suele terminar sus intervenciones con las palabras del Che Guevara: «Hasta la victoria, siempre». EFE