Adulterios felices, prostitutas sin complejos, delincuentes convertidos en héroes y fiestas en las que no faltaba la cocaína. Hubo un tiempo en el que las películas del viejo Hollywood escaparon del control de la censura, un periodo fascinante entre 1930 y 1934 al que corresponden títulos como «The Blue Angel» o «Baby Face».
Si la primera descubrió al mundo los muslos de una entonces desconocida Marlene Dietrich, en la segunda Bárbara Stanwyck dio una lección sobre cómo usar el sexo para ascender en la escala social. Son los ejemplos más conocidos, pero hay muchos más.
En España, Vértice acaba de publicar una edición de DVD con algunas cintas «pre-code» de los estudios RKO. Es el nombre con el que se conoce ese periodo de libertinaje cinematográfico que Hollywood vivió entre sus primeras producciones de cine sonoro y la implantación, en 1934, del llamado código Hays.
Denominado así por el apellido de su impulsor, William Hays, el primer presidente de la Asociación de Productores y Distribuidores de Cine de América, el código fue una especie de autocensura adoptada ante las presiones de la iglesia y los sectores más puritanos.
«No permitía mostrar en pantalla las consideradas como desviaciones sexuales, la vulgaridad, la ridiculización de las religiones, el alcoholismo o la drogadicción», explica Guillermo Balmori, experto en cine y responsable del libreto incluido en la edición de Vértice.
O sea que el asesino debía morir o ser castigado, el adulterio no incentivado ni mostrado de modo atractivo, y suma y sigue.
La cuestión es que al principio, en plena depresión posterior al crack del 29, hubo cierta permisividad.
Así, al comienzo de «Bachelor Apartment» (1931), de Lower Sherman, podemos ver a una criada en un salón recogiendo con naturalidad lo que parecen restos de una fiesta, incluidas drogas.
Y en «Our Betters» (1933), una de las primeras películas de George Cukor, aparece Constance Benett en el papel de nueva rica americana que se muda a Londres por amor, pero que después de casarse descubre las ventajas de tener amantes. La cinta también incluye uno de los poquísimos personajes gays del cine clásico.
«La RKO no fue uno de los estudios que más desafiasen el código», indica Balmori. Sus primeras espadas, actrices como Ann Harding, Ginger Rogers, Irene Dunne, Katherine Hepburn y la propia Constance Bennett eran «mujeres fuertes, nada pusilánimes, independientes, que vivían su sexualidad sin alardes, pero de un modo decididamente libre», afirma.
Esa imagen «molestaba aún más y era más perturbadora» que los delincuentes y prostitutas con los que se «regodeaba» Warner, añade Balmori. Hasta la conservadora Metro Goldwyn Mayer mostró a una Joan Crawford quitándose las bragas mientras bailaba un charlestón en «Our Dancing Daughters» (1928).
Por supuesto el desnudo estaba vetado por el código Hays. «The Common Law» (1931), de Paul L. Stein, es de las pocas de la época que muestra uno, eso sí, lejano y difuso: de nuevo Bennett como joven rebelde que decide trabajar como modelo (desnuda) para un pintor norteamericano (Joel McCrea).
Ni qué decir tiene que muchas actrices -no tanto ellos- pagaron el precio de su atrevimiento y quedaron apartadas de la industria una vez que la censura se intensificó.
Es el caso de Helen Twelvetrees, protagonista junto a John Barrymore de «State’s Attorney» (1932), en la que interpretaba a una prostituta que seducía a su abogado defensor. O de Dorothy Makaill, la meretriz que en el sórdido melodrama de Warner «Safe in hell» (1931) asesina a uno de sus examantes y huye a Sudamérica.
La permisividad tocó a su fin cuando empezaron a multiplicarse las amenazas de boicot del sector católico y la retirada de fondos de algunos inversores.
Si hasta ese momento la aceptación del código era una mera declaración verbal, entonces se creó un organismo específico que debía dar el visto bueno a los estrenos de los estudios, la PCA (Administración del Código de Producción).
El resto es más conocido. En la época dorada de Hollywood, el código campó a sus anchas e impuso un puritanismo que aún pesa hoy en día en la industria norteamericana. Eso sí, a algunos, como a Lubitsch o a Hitchcock, les sirvió para aguzar su ingenio.
Sirva de célebre ejemplo la larga secuencia del beso entre Cary Grant e Ingrid Bergman en «Notorious» (1946). La censura imponía un límite de tres segundos de contacto labial, y puede decirse que Hitchcock cumplió: cada tres segundos, una pausa, y en medio, un sensual diálogo que acabó alargando la escena hasta más de dos minutos y medio. EFE