Son 50 hileras de huecos mal cavados, rellenos luego con una tierra seca y polvorienta que no conoce pasto: tumbas sin lápidas, marcadas cada una con un ladrillo marrón y un nombre repetido, “John Doe” o “Jane Doe”.
Así clasifican los estadounidenses a los muertos no identificados y el cementerio de Holtville los tiene en abundancia: la mitad de casi 700 tumbas pertenecen a personas desconocidas, la mayoría de las cuales se presume fueron migrantes indocumentados que fracasaron en sus intentos de cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, a menos de 15 kilómetros de aquí.
Los peritajes forenses no alcanzan para devolverles la identidad: no están registrados en las bases de datos de las autoridades estadounidenses y a veces ni siquiera sus familias los buscan. Los presumen vivos en el país al que viajaron persiguiendo el “sueño americano”.
Pero allí están, en tumbas que paga el estado, obligado por ley a dar entierro a quienes no pueden costearlo. Tumbas que nadie visita.
“Las familias no tienen dinero ni saben dónde están. Por eso ni servicio (religioso) se les hace”, dice el cuidador Martín Sánchez, un mexicano de piel ajada por el sol tras 27 años de rastrillar tierra sobre los ataúdes.
Aunque no existen cifras certeras, se estima que entre 180 y 280 personas mueren cada año intentando entrar a Estados Unidos por el sur. Y aunque el flujo migratorio está en baja, el número de decesos se ha mantenido constante.
“Es que la travesía se ha vuelto más peligrosa. Hay más agentes, la presencia del narcotráfico ha incrementado la violencia y hay también muchos que se aventuran por terrenos más inhóspitos por creerlos menos controlados”, dice Enrique Morones, director de la organización pro-inmigrante Ángeles de la Frontera