Los problemas no son nuevos ni inesperados, pero nunca, hasta anoche ante el Bayern (4-0), se evidenciaron de forma tan cruel. Dominador implacable del fútbol español y europeo en los últimos años, con tres Ligas de Campeones y seis semifinales consecutivas, el Barça se psicoanaliza para hallar las raíces del desastre.
¿Se puede afirmar que una temporada ha sido mala habiendo ya prácticamente conquistado una Liga, con la mejor primera vuelta de la historia, y llegado a unas semifinales de Copa y -a falta de una posible remontada- a una de Liga de Campeones, más aún cuando el equipo se quedó durante meses sin técnico, su «jefe», por un cáncer?
La respuesta parece más que evidente. Sin embargo, el éxito del Barça en estos últimos años ha residido en que sus mayores logros, e incluso sus anteriores fracasos, como las eliminaciones ante Inter y Chelsea, siempre iban acompañados de un irrenunciable y seductor estilo de juego, con el balón como religión monoteísta.
La posesión del esférico era, hasta hace poco, el mecanismo que el Barcelona utilizaba para sembrar pánico en las defensas rivales, con un movimiento veloz y preciso que hipnotizaba al contrario hasta asestar el golpe definitivo, en el momento adecuado. Esa paciencia que suavemente mata. Un rival que perseguía sombras de las sombras.
Hoy, los azulgranas poseen el balón por el miedo al contrincante o, peor aún, por el miedo a ellos mismos. Para protegerse de sus propias carencias, de sus muchas lesiones, de las preocupantes ausencias, del desgaste de la temporada, del paso implacable del tiempo en algunos jugadores y la falta de alternativas al once titular.
Del orden desde la confianza de tener un plan, a la anarquía y desesperación por no saber encontrar el camino, no sólo por mérito rival, sino principalmente por uno mismo. Ocurrió ante Madrid y PSG, en San Siro y en Múnich. Una posesión tan estéril como perjudicial.
El Barça efectuó anoche apenas dos disparos a puerta en todo el partido, ambos en botas de un defensa, el joven Marc Bartra. El aura de Messi lo tapó todo hasta hoy, como ese vestido invisible con el que el rey se paseaba satisfecho por su castillo.
Las imposibles cifras del argentino (50 goles en la pasada Liga, 43 en la actual, 91 en 2012) han disimulado grietas, presiones menos intensas, metros concedidos, carreras ahorradas y combinaciones menos veloces, menos acertadas, más precipitadas.
Nadie se acordó de que Leo también es humano. Cuando aún lesionado tuvo que saltar al césped a salvar la vajilla ante el PSG, la dependencia hacia ‘La Pulga’ alcanzó su máxima expresión, como en el Allianz, presente en cuerpo pero no en alma. Poco más pudo hacer.
El Barça tiene al mejor delantero del mundo, pero no ya la mejor delantera. Correr y presionar, antes una de las muchas virtudes de los atacantes azulgranas más allá de Messi, parecen ahora sus únicas virtudes rescatables. Se ha pasado de la excelencia a la vulgaridad.
El banquillo no ofrece respuestas. El único recambio del partido, Villa, llegó en el minuto 81. Las lesiones han desvelado los errores de planificación al confeccionar la plantilla. Xavi y Busquets acaban el curso fundidos, Iniesta y Messi son islotes y el equipo ha tenido que afrontar sus duelos claves con centrales improvisados.
Aún así, con jugadores con aún mucho recorrido por hacer, como los Messi, Iniesta, Busquets, Alba o Piqué, el ciclo de este equipo parece lejos de haber llegado a su fin, si bien el auge de otras potencias (Bayern, Madrid, PSG, Borussia, Juventus) ha reducido la diferencia abismal de los anteriores años entre el Barça y el resto.
El cuerpo técnico tiene ante sí el reto de regenerar algunas posiciones, buscar un sustituto a Valdés y dotar a Messi de acompañantes de garantías en ataque. El emperador puede haber visto sus vergüenzas al caminar desnudo a ojos del mundo, pero en sus manos está el seguir siendo el emperador. EFE