18 ene (EFE).- La nueva versión del clásico, ubicada ahora en la Copa del Rey, desempolvó la cara más oscura del Real Madrid, la elegida por un técnico, José Mourinho, desorientado y resignado a la inferioridad ante un rival siempre mejor, que sigue a lo suyo y que agranda cada vez los números favorables respecto a su gran adversario.
Pep Guardiola recibió un nuevo regalo en su 41 cumpleaños. Una victoria más. No hay antídoto contra el preparador azulgrana, que acumula ya cinco victorias, tres empates y una sola derrota, la de la final de la Copa del Rey.
Mourinho, en busca de la pócima mágica, indagó entre ingredientes del pasado. Su aspecto más rácano. De entrada, su once fue una declaración de intenciones evidente. Todas las fórmulas empleadas por Mourinho habían sido un fracaso. Excepto la final de la Copa del Rey del pasado año.
El portugués, que recientemente, tanto en la Supercopa como en el encuentro de Liga, había optado por una apuesta más aseada, más futbolística, rebuscó en los recursos de antaño. Cierto desprecio al balón. Cierto rechazo al talento.
La fórmula ya fracasó en la Liga de Campeones del pasado curso. El Bernabeu no está acostumbrado a asumir el sometimiento rival. Pero hasta en eso no protestó a su técnico. Están a muerte con el luso, al que ven aún como guía hacia el éxito. Como el único capaz de derribar el absolutismo azulgrana.
El Real Madrid adoptó la condición de visitante en su propio estadio. A pesar del aspecto casero de Mourinho. Desenfadado. Chándal, chaleco y zapatillas. Lejos del ‘look’ al día que delata a Pep Guardiola. Embutido en un abrigo largo sobre un traje a medida.
La condición de centrocampista de Pepe era la sinopsis del duelo. Armadura por todos los costados. Con el alemán Mesut Ozil y los brasileños Marcelo y Kaká entre los reservas.
Mourinho, incluso buceó en las profundidades su baúl para encontrar soluciones a las carencias, a las bajas. Desempolvó la figura del turco Hamit Altintop, para cubrir el lateral derecho. Un futbolista sin repercusión en el equipo, que solo ha participado en 296 minutos en la temporada. De ellos, los dos encuentros completos en Copa ante el Ponferradina.
El otro ‘invento’ fue el portugués Ricardo Carvalho, que llevaba sin jugar desde el pasado 27 de septiembre, antes de caer lesionado.
Los once guerreros blancos asumieron su condición, a la retaguardia, en la cueva, frente un rival que ha logrado intimidar a su adversario con su sola presencia.
No ha de buscar el balón. El Madrid lo entrega. Un bloque al uso, a lo suyo el conjunto azulgrana, fiel a sus ideas, al fútbol que le ha hecho agigantarse más allá del ámbito internacional. Pone el ritmo. Pone la pausa.
Guardiola optó por la defensa de tres. De hecho, le sobraba un hombre vista la propuesta rival. Dani Alves como un extremo más y el chileno Alexis Sánchez como falso nueve. El resto, imaginación. Y a jugar, que era lo suyo.
El Barcelona apreciaba el balón mientras el Madrid se lo quitaba de en medio. Nunca Iker Casillas jugó tanto con el pie.
El gol de Cristiano Ronaldo, el que deshizo las ansias del portugués, pareció dar la razón a Mourinho. Su equipo aguantó el tipo en la primera mitad. A base de pelotazos y lagunas frenazos al juego.
El partido alcanzó el descanso con ventaja local. Pero era cuestión de tiempo. El Barcelona logró la igualada al tras la reanudación. En una acción a balón parado. La que lleva a maltraer al Real Madrid en la Copa. Un fallo de la defensa. Un gol de Puyol.
Mourinho ni se inmutó. De hecho, el empate formaba parte de sus planes. No a uno. Sí sin goles. El tanto de Ronaldo fue un regalo inesperado.
A partir de ahí quiso dar algo de consistencia a la apuesta. Y sacó al campo a Mesut Ozil y a José Callejón. Pero el duelo estaba cuesta arriba. Y el ánimo blanco también. El Barcelona es más que una losa para el equipo blanco, con Mourinho, sometido al antojo del rival y a una nueva derrota. EFE