Fue una noche maravillosa. La fiesta se instaló en las tribunas dos horas antes. Ponciano se convirtió en un manicomio gigantesco. Las banderas colgando de las gradas. Los globos pintando el cielo. La lluvia de papeles montando un carnaval incomparable. Las luces de artificio iluminando los escaños. Los corazones palpitando sin cesar, unidos a morir, presagiando el festín grande, que olía a victoria. Anoche soplaron los mismos aires, la misma sensación de aquella velada histórica del triunfo arrollador ante Fluminense en la primera final de la Libertadores, que los hombres del «Patón» Bauza cerraron a fuego y sangre, días despues en el mítico Maracaná de Río de Janeiro.
La «Muerte Blanca» respiraba paz y esa euforia sin par, que la erige como la hinchada organizada más entregada y visceral del fútbol ecuatoriano. Estaba de extasiada. Recibió una bocanada de paz y reivindicación, tras la orden de libertad emanada en favor de Elías Bejarano Queirolo, acusado por un «testigo fantasma», que se burló de la policía, como el hombre que apuró la muerte de David Erazo, propinándole dos puñaladas mortales en los alrededores de la terminal de La Delicia, al norte de la urbe capitalina.
Los desbordes de fantasía del «Diablito» Lara levantaron las primeras emociones del partido. El ritmo era infernal. El vértigo era de ida y vuelta. Muy temprano afloró la pierna fuerte y los consencuentes tiros libres en las zonas peligrosas. Kléber asustó a Dida con un lanzamiento soberbio, que el arquero de Liga tiró al corner.
Liga no arrugó y respondió con más potencia. Iban tan solo diez minutos, cuando el paraguayo Espínola apareció entre un enjambre de hombres para colocar un frentazo excepcional, que viajó sin escollos al fondo de la red. La «Casa Blanca» pareció explotar en mil pedazos. El terremoto de alegría se sintió en todo Quito.
El gol tempranero cambió los planes tácticos. Inter extravió los papeles, justo cuando armaba el bombardeo sobre los palos de Dida. Liga convertía en flecos la zona izquierda de la defensa brasileña, desarmada por la velocidad y los diabólicos amagues del menudo Lara, que derramó chispa, ganas e inventiva, metiéndose a la parcialidada alba en el bolsillo.
Era un monólogo ofensivo el de la U, cuando Wilmar paralizó los corazones merengues, con un derechazo a la media vuelta, que se fue lamiendo la escuadra izquierda.
Corrían 39 minutos y una jugada maestra estaba en ciernes. Robó la pelota Rambert en la media cancha. Ganó el fondo y tiró un centro preciso, que Taca Bieler despositó en la red con notable cabezazo a una esquina baja. 2 a 0. La balanza estaba vencida. Juego soberbio, arrollador, efectivo y práctico. 45 minutos explosivos y maravillosos. El trofeo de la Recopa ya pedía espacio en las vitrinas gloriosas de la U.
En el complemento, los brasileños ya estaban entregados. Liga carburaba con ímpetu. Otra jugada colectiva en el minuto 8, reposó en la diestra del paraguayo Vera. El guaraní le dio de puntín y el balón se fue al fondo. La euforia daba paso a la histeria. 3 a 0. Goleada. Media canasta humillante para un equipo brasileño, que se sintió aplastado por la excelsa categoría del juego colectivo del once de Fossati.
La noche fue completa. Se lesionó Dida y Pepe Pancho ingresó a la cancha para recibir el aplauso generoso de la tribuna adicta, que lo recibió con una incomparable muestra de reconocimiento.
El show no podía terminar sin la presencia del «Chucho» Bolaños, que fue ovacionado sin rencores por la hinchada alba, que jamás olvida su fructífero paso por la institución y las flores que regaló para ganar la Libertadores. A doce minutos del éxtasis, Fosatti ordenó el ingreso del Toro Graf y se fue Lara, extenuado. Ahí se frenó la maquinaria a la espera del pitazo final, que desbordó el delirio y el majestuoso ritual de de la vuelta olímpica. Por: Raúl Cruz Molina